El despotismo ilustrado intentó conciliar el absolutismo
monárquico con el espíritu reformador de la Ilustración. El despotismo
ilustrado fue la teoría política dominante en Europa durante el siglo XVIII y
se basaba en tres principios fundamentales. En primer lugar, supuso una
reafirmación del poder absoluto de la Monarquía, por lo que no significó
ninguna ruptura con la tradición política absolutista anterior. En segundo
lugar, se planteó el ideal del “rey filósofo”. El monarca, amante de las artes
y las ciencias, era asistido por las minorías ilustradas, sabía lo que convenía
a los súbditos, y estaba en condiciones de impulsar reformas racionales
necesarias para el conjunto de la sociedad con el fin de progresar y otorgar la
felicidad al pueblo. Y, precisamente el tercer rasgo se refiere al pueblo, que
es considerado como objeto, nunca como sujeto de su propia historia, según la
archiconocida expresión: “todo para el pueblo pero sin el pueblo”.
El representante español más genuino de esta nueva versión
del absolutismo monárquico fue Carlos III. Se rodeó de una activa minoría
ilustrada de gobernantes, entre los que destacarían Campomanes, Aranda y
Floridablanca. Su reinado se caracterizó por la preocupación por mejorar la
economía y el bienestar de los súbditos, por reformar la organización y por la
racionalización del Estado bajo la premisa de la centralización administrativa
y la profesionalización de sus servidores: funcionarios y militares.
Carlos III accedió al trono español a la muerte de su
hermanastro Fernando VI, que no dejó descendencia. Carlos tuvo que renunciar al
trono de las Dos Sicilias. En los primeros años de su reinado se apoyó en
ministros italianos, como Grimaldi y, especialmente, el marqués de Esquilache,
que le habían servido en Nápoles. Estos ministros eran defensores de profundas
reformas: libertad económica, desamortización eclesiástica, etc… Este modelo
radical ilustrado concitó diversas oposiciones que terminaron por estallar en
1766 con el motín de Esquilache en Madrid y otros motines en el resto de la
Monarquía. El motín de Esquilache es un fenómeno complejo por la diversidad de
sus causas. Por un lado, había un claro malestar popular por la carestía del
pan, causado por las malas cosechas de 1765 y por la aplicación de la política
liberalizadora de los precios. Pero, por otro lado, se había generado una
corriente de opinión contraria a la presencia de extranjeros en el poder,
alentada por la oposición de los privilegiados a las medidas reformistas.
El detonante del motín fue la promulgación de un decreto que
prohibía el uso de vestimentas masculinas tradicionales: sombreros de ala ancha
y capas largas. Estalló una violenta revuelta que significó el cese de
Esquilache y la paralización del modelo avanzado de reformismo.
A partir del motín de Esquilache se inauguró la segunda etapa
del reinado de Carlos III bajo un modelo de reformismo ilustrado más moderado.
Sus protagonistas fueron: Campomanes, el conde de Aranda y el conde de
Floridablanca, junto con otros ilustrados con menos poder pero de gran
importancia: Pablo de Olavide, Francisco Cabarrús y Jovellanos, sin lugar a
dudas, el ilustrado español más brillante.
Las reformas que se emprendieron abarcaron todas las áreas.
En relación con la Iglesia, el despotismo ilustrado deseaba reducir su poder.
El regalismo, siempre presente en la historia española, se acentuó con Carlos
III. Se terminó por expulsar a los jesuitas, la todopoderosa Compañía, tan
vinculada al Papado y contraria a muchas de las reformas. También se intentó
limitar el poder de la Inquisición. Otro signo de esta política fue la reforma
de aspectos visibles de la religiosidad popular. Por último, estaría el intento
de aumentar la formación de los eclesiásticos, ya que se pretendía que fueran
transmisores de ciertas reformas entre el pueblo, dada la influencia de la
Iglesia y su extensa organización que se extendía por todo el territorio.
En lo económico se adoptaron muchas medidas. Algunas
pretendían aumentar la recaudación fiscal: creación de la Lotería Nacional o
del Banco Nacional de San Carlos. Otras disposiciones iban encaminadas a
mejorar las actividades productivas tendiendo a tener más influencia, con el
tiempo, las ideas del liberalismo económico que las anteriores del
mercantilismo de los primeros Borbones: libre circulación de cereales y vinos
(1766) o la liberalización comercial con América (1778).
La constatación de que la principal actividad económica era
la agricultura y de que muchos de sus problemas derivaban de la estructura de
la propiedad de la tierra, llevó a la necesidad de emprender una reforma
agraria. Para ello, se hicieron algunas propuestas pero la ley nunca se
promulgó. De esos intentos ha quedado una documentación harto interesante para
conocer la realidad agrícola española, junto con el fundamental Informe sobre
la Ley Agraria de Jovellanos, aunque elaborado en el siguiente reinado. A pesar
de este fracaso, se promovió el desarrollo agrícola: limitación de privilegios
de la Mesta, colonización de zonas despobladas, fundación de las Nuevas
Poblaciones en Sierra Morena y la desamortización de algunos bienes comunales.
Se estableció el servicio militar obligatorio con un sistema
de quintas; se reorganizó la estructura del ejército, creándose distintas
armas: infantería, artillería, ingenieros; y se promulgaron unas ordenanzas
(1768) que perduraron hasta el siglo XX.
El despotismo ilustrado dio un paso muy importante en
relación a la dignificación del trabajo con una real cédula de 1783 que
declaraba que los oficios no eran deshonrosos, fomentando un cambio de
mentalidad en España. También, intentó el control de los grupos marginados, como
los vagabundos y los gitanos, desde una perspectiva utilitarista pero muy poco
respetuosa con la realidad de los segundos. En este terreno social fue
importante la labor del despotismo ilustrado a favor de la educación, las
instituciones culturales y científicas. Fue la época dorada de las Sociedades
Económicas de Amigos del País.
Las reformas en el plano institucional se centraron en los
municipios con el fin de controlar a las oligarquías locales. Para lograr este
objetivo se introdujeron en los gobiernos municipales cargos elegidos por la
población –síndicos y diputados del común-, aunque fue una medida contestada
por los privilegiados.
A pesar de la amplitud del programa reformista y de las
indudables mejoras que se introdujeron en muchos ámbitos, el despotismo
ilustrado estuvo muy limitado, ya que cuando esas reformas pretendían cambiar
puntos vitales de la sociedad estamental y de las estructuras económicas que la
sustentaban se paralizaban o se quedaban en lo epidérmico, ya que los
privilegiados se oponían y ni la propia monarquía quería ir hasta las últimas
consecuencias.
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